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jueves, noviembre 17, 2005

A veces, desesperado, con el cabello sin luz, de toda la noche que anduviste por la vía, sin encontrar un pasaje donde sentarte a beber un poco de rocío de las julietas; te veo llegar a casa, solitario, sin ganas de hablar. Una sombra te rodea los ojos, es el desvelo, la ansiedad, el hueco. Y yo, de eternas vigilias sustraídas de tu frente, desde la taza de leche de las nueve, la rutina de quitarse el día de encima junto al cepillo de dientes, que pregunta por la forma de tu boca. Desde el tapete en la puerta, mas incompleto que yo, que te aguarda. Y llegas, me ves, y pareciera que encuentras lo perdido en mi cintura. La madrugada es un istmo, una perfecta sincronía de tierra y agua, la promesa y lo perenne. Canto de grillos que es un grito, peso que eleva mi abundancia, como un espasmo que me hace desprenderme toda, desintegrarme en gotas que van a parar a las julietas. Cuando te vayas. Cuando apenas den las siete. Y yo me tengo que ir a trabajar. Retomas la vuelta que dejaste inconclusa y no pasa nada durante el día.