Los aeropuertos son depósitos de
instantes. Lugares enclavados que con los años envejecen envueltos en la
fachada de su época. Siempre despiertos, con ojos invisibles pero alertas. Donde todo puede suceder, desde un delito hasta
la situación más cursi. A diario se dan
cita las mentiras, los negocios, los abrazos y las pérdidas. La misma gente que llega es la misma que se
va, lo único que cambia es la forma del rostro, con el mismo color de las
maletas, el mismo abrigo, la misma sombra.
Y en medio del oleaje interminable de presencias, se escucha esa música
de fondo que jamás se apaga. La música
del movimiento en los salones de espera. La respiración de la prisa hace ritmo
con los pasos, el silencio de la indiferencia es la pausa después de lamentar
la despedida. La risa del encuentro es el preludio de los amorosos. Y así cada cosa lleva su resonancia.
Ni yo misma me percato del sonido de mi vida pasando por un aeropuerto
más. Pero ahí se queda como un eco,
repitiendo tiempos hasta que llegue otro cuerpo y me desplace. Siempre los mismos cuerpos, sólo cambian las
caras.